
Milenio
Emocionarse con las epopeyas que durante siglos hicieron soñar a los hombres, y pretender emularlas. Preferiri lo viejo a lo nuevo, al menos en materia de libros, vinos y amigos. Amar al pequeño pelotón al que pertenecemos en la sociedad, ya sea la familia, la cofradía, el club o todo eso junto. Disfrutar la vuelta a casa lo que más de los viajes. No esperar a la vejez para darle la razón a nuestros padres. Juzgar siempre las conductas, nunca las personas. Ser poco modernos pero muy de nuestro siglo. Asombrarse lo mismo ante un skyline de rascacielos que ante un montón de ruinas o un paisaje. Medirlo todo con la medida de lo posible. Alegrarse de que existan los vínculos y los límites. Buscar –y, a ser posible, hallar- el nombre exacto de las cosas. No reír nunca con los bárbaros ni resignarse a que las máquinas sustituyan a los poetas. Conformarse con dejar un mundo mejor que el que encontramos, sin pretender por eso cambiarlo. Mirar al cielo y convencerse de que nada de lo que en la tierra sucede es el mero resultado de un big bang.
Hasta hace no demasiado nada de lo anterior escandalizaba a nadie, por considerarse parte de los grandes acuerdos. Pero de un tiempo hasta hoy la sola formulación de alguno de esos enunciados provoca en la concurrencia la misma reacción que la presencia de una banda de gamberros en una tómbola benéfica organizada por ancianitas de la liga de la decencia. Y es ese, y no otro, el sentido que ha de darse al nuevo lema de Milenio: Ser conservador es el nuevo punk. Como si el tweed y los buenos modales fuesen las crestas y las tachuelas del siglo XXI.